Mis días con él transcurren con la parsimonia de dos caracoles que se deslizan, sin prisa, de una habitación a otra. Hay una calma cálida en nuestra rutina: comemos, bebemos, vemos videos y series. No hay urgencia en llenar los silencios. Al contrario, esos momentos de quietud compartida nos envuelven como una brisa tibia, un pacto implícito de que las palabras no siempre son necesarias. Incluso podemos pasar horas en habitaciones separadas, cada uno sumergido en su propio mundo, y aun así sentir la presencia del otro.
Pasamos largas horas durmiendo. Bueno, él duerme y yo interpreto sus sueños. Siento una morbosa fascinación al observarlo mientras descansa. Es en ese momento cuando me parece más hermoso, con los ojos cerrados y su boca grande apoyada contra la almohada, tranquila, inalterable. Hay algo casi mágico en la serenidad que lo envuelve durante el sueño. Su rostro parece más joven, y la huella de los días tristes desaparece por completo. Me seduce la calma que nos envuelve; hay un erotismo en esa sutil dicotomía entre el voyeurismo y la inconsciencia del momento.
Siempre me han fascinado los hombres grandes, con cuerpos que parecen contener el mundo en su amplitud. Y en él todo es amplio y blando, como moldeado en barro. Sé que está vivo porque su respiración acompasada se adueña del espacio, envolviéndome en un consuelo onírico. No sé si estoy despierta o si vivo en un sueño permanente donde la prisa no es posible. Ahora basta con deslizarse lentamente, sentir el calor del otro y dejar que el tiempo fluya sin resistencia. Somos un refugio.
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